domingo, 19 de noviembre de 2017

UNA GRAN SEÑORA


Era Ángela una señora espléndida, alegre, optimista y fuerte.
Con ella se va una generación, justo la anterior a la del mayo del 68. Aquella que todavía vivió en la infancia los coletazos de la guerra y la postguerra y nunca jugaron a ser héroes de falsas barricadas porque sabían de primera mano lo que cuesta conquistar el sosiego de la vida ordinaria.
Era una mujer de una gran belleza, que ha conservado a lo largo del tiempo, a pesar de los años. Iba peinada siempre con el pelo recogido de un modo elegantísimo, parecía una actriz, una rubia distinguida de los años cincuenta, una fascinante dama de Hitchcock.
Tenía la voz un poco ronca, la de esas señoras cautivadoras que fuman con un estilazo.
Porque si de algo podía presumir era de su innegable atractivo. El mismo que han heredado todas sus hijas.
Ella y Juan Antonio eran una pareja seductora. Quiero decir, de un fuerte carácter, unas firmes convicciones y un entusiasmo y vitalidad inigualables.

Amigos de mis padres desde que yo tengo memoria, recuerdo las tertulias en el salón de casa, los sábados por la noche cuando regresaban de cenar en algún restaurante de moda. Juán siempre tomaba un whisky, que a mí me parecía algo fascinante, muy entre John Wayne y Humphrey Bogart y fumaban, entonces todos fumaban, y entre la envolvente de espirales de humo discutían apasionadamente sobre la incipiente democracia y el futuro de España.
De aquella casa en el Heliópolis recuerdo el continuo subir y bajar de escaleras de sus nueve hijos, el  pasamanos de madera y el olor de jazmines del patio.
Era una Sevillana de pro, criada en la calle Acetres, cerca de la casa donde nació Cernuda y de la esquina donde habitó Turina y eso se le notaba, porque nadie en la feria sabía llevar un mantón de Manila con el garbo de Ángela, esas piezas maravillosas que heredó  y bordaron  con grandes flores para la exposición del  29.
Abro el álbum de fotos, encajadas por los ángulos en celofán y veo, con el tono desvaído de los primeros revelados en color, a unos jóvenes matrimonios, en unos de esos periplos que hicieron por Europa. El mítico viaje al congreso en Varsovia: de Sevilla a Copenhague en un R-8, y veo a Ángela y Juan Antonio, delante de un viejo Citroën y al grupo de los médicos que todavía conocieron el antiguo Hospital de la Sangre, el de los últimos, serios y solemnes catedráticos y el de las monjas por los pasillos. Están felices, jóvenes y eternos.
Se ha ido Ángela, pero cada vez que la recuerde, será un dulce, hermoso y jubiloso recuerdo.
Su herencia es una familia numerosa, excelente, singular, encantadora, como lo ha sido ella durante toda su vida y lo seguirá siendo en el Cielo.

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