sábado, 25 de marzo de 2017

Sábado de cuaresma en Sevilla: estrenando balcones.

Hoy ha sido un día entreverado de nubes y sol, de lluvia y viento. A veces tras los chaparrones el cielo surgía de un azul tan limpio como una gema pulida. Daban ganas de gritar a los que pasaban por la calle -pero fijaos, fijaos qué maravilla. Y sí, todo el mundo sentía ese derroche de cielo que insuflaba sensación de estreno tras la tormenta.
Estos días Sevilla amanece distinta y diligente.
Pongo esta foto que saqué esta mañana en el desayuno. Así suele aparecer ahora cualquier casa de la ciudad como este rincón de la mía. Reyes ha subido a los altillos una de estas tardes y ha bajado con todos los avíos necesarios para pasar este mes y medio en que la ciudad se explaya.
Las flores son del sábado pasado, 17 años de casados, y al fondo se ven los capirotes de toda la familia, el esparto de nazareno, las bolsas con las túnicas, serías y fúnebres de ruan negro unas o las blancas y aladas de la Borriquita, y sobre la mesa los trajes de gitana de la feria, porque al final todo acaba bien.
Ahora toca tute bueno de plancha, pero con qué ilusión se hace. Como toda la vida lo han hecho las madres sevillanas. Hay un sentimiento intimo en el hecho de planchar la túnica de nazareno de un marido o de un hijo, que muchos además usarán de mortaja.

Y después salí con Pilar a ver la Virgen del Valle que estaba en besamanos. A lo lejos vemos el altar esplendido de plata antigua, cera y rosas, que montan en la hermandad como hace cuatro siglos. En primer plano, algo, que al sevillano le hace saltar de gozo, la figura de un paso a medio montar, anuncio del deleite que esperamos.  Aquí el hermoso palio del Valle, el más antiguo de Sevilla, de principios del XVIII, que perteneció a una hermandad señera que, memento mori, ya no existe, ni nadie recuerda, la de la Antigua y Siete Dolores.



Y ahora, cuando escribo, estoy especialmente contento, porque estreno balcón. Y me explico.
Cuando vinimos a esta casa, a pesar de que era uno de mis mayores deseos, no podíamos usar casi, los balcones, por el peligro de que los niños tiraran algo y se tirarán ellos detrás, y así nos acostúmbranos a tenerlos cerrados y vacíos. Hoy me he percatado de que Pilar tiene ya ocho años y he colocado una mesa y una silla pequeñas de Ikea, que me van a permitir ahora disfrutarlo, también he bajado un rosal trepador, y con el portátil, mi música, ahora Bach, y el olor de los naranjos de la plaza que están pletóricos, me siento el más feliz de los mortales.
¿Qué donde están los niños? Ah, ni idea, pero todavía no han aparecido por mi balcón nuevo.

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