sábado, 9 de abril de 2016

MADRID II.

Tras salir de ver a Ingres me fui a la cafetería a despejarme, como cuando los sumilleres han de probar otro vino.
Estaba impaciente por entrar a lo que preveía iba a ser una experiencia. Tengo que decir que iba predispuesto. De la Tour es uno de mis pintores favoritos desde que estaba aun en el colegio.
Es difícil ver cuadros de este pintor, como a salto de mata, uno o dos en la National Gallery, unos pocos  en el Louvre, uno en el Prado… ya que tiene atribuido poco más de 40 cuadros de las cuales 31 están ahora en esta exposición. Por eso no hay que perdérsela.

En las primeras salas están las escenas de esos campesinos de la tierra, ásperos, secos, agresivos en su parquedad y pobreza. Ciegos tocando la zanfoña, de ojos huecos, que mirando sin ver, desasosiegan.

Hay que decir que toda la pintura de La Tour es de una humanidad absoluta, de una verdad incontestable, de una sobriedad profunda y de una austeridad sin concesiones.
Es una pintura complicadísima en cuanto a su técnica, pero que transmite todo lo contrario, emana pureza, sencillez, es una pintura casi descarnada, en su ausencia de alharacas nos llega directamente, como un soneto de San Juan de la Cruz, se trata de una obra mística.

Me gustaría hablar más extensamente de todo, pero me lo impiden los niños que saltan a mi alrededor y además estoy escuchando los toros en la radio.
Pero de verdad, no me quiero quedar sin dejar constancia de esa visita.
La sala de “las velas” es maravillosa. Entré como en un templo (sí, iba predispuesto, ya lo dije) y salí impactado.
No había mucha gente y eso me permitió entrar en la penumbra de cada cuadro, adentrarme en la mística barroca de su mundo. Fue como un retiro espiritual. Pararse delante de las Magdalenas, dos, impresionantes, enfrentadas; la transparencia del aceite y el agua, la luz en las piernas de las figuras, las encarnaciones degradadas de la piel brillante en las rodillas y oscureciéndose en las corvas.
Los reflejos en los pendientes de perlas de la mujer de Job, en las uñas de la Virgen.
Las manos, Dios mío, las manos transparentando la piel traslucidas por las llamas. El temblor de cada escena, las hojas de papel de las cartas de San Jerónimo que dejan ver a su través la escritura y los pliegues quebradizos.



El cuadro de Job y su mujer es de una humanidad que representa a toda la vejez desnuda, al abatimiento, a todo el desvalimiento.




Todo es efímero como una llama, eterno como la luz.



Ser o no ser...




Los "nacimiento" de Cristo, son el alumbramiento de todos los niños de todos los tiempos. Nos enfrenta ante el sencillo y misterioso acto de nacer.

Fijaos en la luz del primer pliegue bajo la mano


San José trabaja ante su hijo que le ilumina. Parece que horada la cruz para los clavos...

El último de la exposición y quizá de la vida del pintor. Da un quiebro y cuando parecía que no se podía desnudar más la obra nos deja esto, donde la fuente de luz ya ni está presente, solo sus efectos sobre la piel de un San Juan delgado, casi adolescente, alejado de la imagen habitual; el cabello brillante, la sombra oscura del mechón en el cuello, premonitoria de su muerte... La máxima contención, la abstención máxima. Salimos afectados. Con el ánimo sobrecogido.

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