miércoles, 10 de julio de 2013

LA ALBERCA



Zumbaban las avispas y se arremolinaban en los pequeños charcos que habían dejado los pies de los niños al salirse del baño.
La hora de la siesta caía a plomo como el sol sobre el cortijo. El olor de la higuera era meloso y denso y cantaba la chicharra, aserrando el silencio, penetrante.
En la alberca formaban ligeras ondas las largas patas de unos mosquitos que arañaban el espejo frio del agua. Una libélula vibraba volando cerca de las adelfas polvorientas.
Todo lo demás dormía. Dormían los padres en las umbrosas estancias. Dormían los caseros. Dormían los mastines a la sombra del arco de la puerta de entrada molestados por las moscas.
El niño aprovechó y salió al patio empedrado de chinos gastados. Los perros movieron las cabezas solemnes y siguieron su rutina.

El silencio era denso.
Todo era blanco y amarillo de cal y sol.
Los trigales desnudos tras la siega ardían y los olivos, como soldados desfallecidos, languidecían, ordenados, sobre los cerros.
El suelo quemaba y volvió en silencio, el niño, por los zapatos de lona que dejó bajo la cama. Las lozas de barro de la sala estaban frescas.
Se acercó a la alberca que tenía prohibida. La verja, pintada de verde, estaba cerrada y rechinó el pestillo de hierro oxidado cuando con todas sus fuerzas descorrió el cerrojo. Apenas llegaba de puntillas. El metal ardía. Casi rompe el bote de cristal que llevaba en la otra mano. Desde la ventana había visto una lagartija. Aún estaba ahí, sobre el borde de cal hirviente de la alberca.
El agua casi negra reflejaba un cielo sin nubes y, en los bordes, la sombra de la higuera y los naranjos. Subrepticiamente caminaba por el bordillo hacia su presa. Cuando estaba al lado se precipitó sobre ella con toda la rapidez de sus cuatro años y todo el ímpetu de su deseo. Pero escapó, por un pelo.
El bote rodó y fue a parar al fondo de la alberca.
El niño elevó una pierna sobre el agua , se balanceó sobre la otra, hizo una pirueta inverosímil y recuperó el equilibrio. Los dos pies pequeños y firmes otra vez al borde de la alberca impasible. Asustado regresó a su cuarto.
Un rabo de lagartija se movía sólo sobre la piedra.
En la casa todos dormían.
Era la hora de la siesta.

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